Extrañas anomalías de la noche

Hace mucho tiempo atrás, en las zonas altas de Quito, los potreros y cerros acogían a los habitantes con sus pequeñas viviendas. La urbanización florecía poco a poco, la dificultad de tener luz eléctrica y agua potable era bastante elevada. Los caminos apenas daban indicios de carreteras. El silencio retumbaba en la noche como una oscuridad profunda,  tan profunda que Gladis podía confundir la realidad con una dimensión.

Su abuela Bertha acostumbraba cada noche a alimentar a los cerdos con los desperdicios recogidos de casa en casa. Prendía el candelero, acomodaba su poncho y se colocaba las botas para descender desde el cerro. Esta rutina se repetía todos los días con constante dedicación, caminar siempre en declive hacia las pequeñas casuchas. Un día próximo al invierno, por dificultades de salud pidió a Gladis, su nieta, que bajase al potrero a alimentar a los cerdos y de paso aprovechara en bañarse.
La muchacha, una niña de 14 años, pálida y risueña, salió de casa llevando los desechos y el balde para recoger agua. Casi a oscuras, intento remojar su cuerpo, el frío podía notarse débilmente en su exhalación, un vaho espontáneo que se perdía entre la noche con el reflejo de su largo cabello. De pronto un ruido sordo la desconcertó, eran los cerdos llorando intensamente, pidiendo comida o al menos eso pensó Gladis cuando al instante escucho un silbido.

—Piszzzz—. Miró a todos lados, sintiendo una corriente eléctrica que congelaba casi todo su cuerpo, tomó sus harapos y dio dos pasos para observar a los cerdos. Allí estaban, moviendo sus hocicos por todas partes, el árbol que daba directamente a la cerca, se agitaba plácidamente con el movimiento de otro. Otro —Pisssszzzz, pizzzz, pissss, pisszzz— pero éste más fuerte y en constante repetición. Gladis sabía que alguien o algo, la llamaba, volvió a mirar desesperadamente por todos lados, hasta que inconscientemente fijo su vista en una rama del árbol. Lo que vio, le provoco una acción desesperada, se le abrieron los ojos y la mueca de horror acallo su grito. Un ser pequeño, con facciones arrugadas y envejecidas, ojos salidos y orejas puntiagudas, le sonrió horriblemente casi como si quisiera comérsela. La niña corrió lo más rápido que pudo, sin aire entró a la casa y lloro desesperadamente, su abuela qué estaba en cama, levanto su pesado cuerpo cansado y con una expresión preocupada le dijo:

— ¡Que te ha ocurrido! ¡Guagua mía!
—Abuela, abuela… Abuela — intento decir Gladis con un esfuerzo por balbucear lo que había visto
— ¡Habla rápido hijita!— dijo preocupada tomándola de los brazos.
—Abuela… He visto al duende abuela, abuela estaba allí, abuela, en el árbol—

Su abuela puso cara de disgusto, negando las respuestas de su nieta, la tomo del brazo y la llevo enseguida a su habitación.

— ¡Muchacha! Esas cosas no existen, duérmete ya y que dios te perdone por lo que dices.

Gladis apaciguo el llanto e intento olvidar todo lo que había visto con el pliegue de sus mantas. Al día siguiente, escuchaba las quejas de su abuela —Ni siquiera ha dado de comer a los puercos la karishina esta—, decía abriendo la pequeña puerta. Su primo Henry que escuchaba atento, intento hacerse el sordo mientras Gladis bajo la cabeza. Ya en la noche, cuando el sueño profundo de todos latía en cada respiración. Un sonido surgió entre el pesado silencio, alguien rasguñara la madera —Trrrrzzz— sonó en continuas repeticiones, unas manos diminutas se sumergían por la parte inferior de la cama de Gladis, estas eran ásperas y peludas acariciaba su pies con delicadeza. Enseguida la muchacha grito, encogió sus piernas y grito —El duende, ¡el duende¡— dijo parándose y corriendo a cama de su abuela, ésta enfurecida no le creyó y de algunas reprendas la mando de nuevo a su cama

Días después del suceso, Gladis empezó a palidecer y a enfermar, parecía como si estuviera volviéndose loca, aseguraba que cada día estas extrañas anomalías se repetían, incluso contó que un día apareció debajo de su cama sin saber cómo había llegado allí. Su abuela empezó a preocuparse el vigésimo día del mes de Agosto, cuando en una noche, escucho unos lloriqueos agudos provenientes de la habitación de la muchacha. Se levantó apresurada, abrió la puerta y por primera vez vio algo extraño que se colgaba con toda rapidez por la ventana. De la impresión alzo las mantas de la cama y notó algunos residuos de tierra esparcidos por todo lado. Las débiles piernas de la niña temblaban, tenían marcas y arañazos.


Al amanecer la señora Berta busco al padre del pueblo, le explico el caso de Gladis y éste acudió a bendecir la casa y a la muchacha, pero no sirvió de nada, los sucesos se repetían con más fuerza. Un curandero de las afueras había llegado, cuando se acercó a Gladis, lo primero que hizo fue escupirla y recomendó que era necesario bañarla con su propia orina y ortiga, la niña sufrió cambios inolvidables, le cortaron el cabello, le colocaron un crucifijo y se la llevaron a otro pueblo, hasta el día de hoy Gladis no ha vuelto a pisar pie en la casa de su abuela y mucho menos retirado su amuleto que la protege hasta el día de hoy.

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