Las nauseas insoportables

Gustavo Frontol sabía que cualquier persona que intentase entrar a su casa percibiría un olor a putrefacción. Fue entonces cuando tomó la decisión de construir una pequeña cerca hecha de alambre de púas. Colocó un letrero viejo con letras torcidas que decía: “Prohibido estacionarse, conserve su distancia”. Al terminarlo entró a su casa y abrió el refrigerador, bebió una lata de Heideken; se desajusto un poco más la corbata y se recostó en el sofá. Tenía un aspecto cansado, su frente resaltaba exageradamente la calvicie; miró el reloj, escupió en el suelo y empezó a quejarse de si mismo por el ladrido de sus perros.

Con algo de enojo salió y empezó a maldecirlos. Ana y Victoria observaron al hombre mientras caminaban por la acerca. Victoria frunció las cejas y movió la boca con indiferencia intentando decir algo, pero prefirió seguir observando.

—Es un tipo algo extraño —contestó Ana al darse cuenta del gesto de su amiga, pero ella guardó silencio sin decir ninguna palabra.

La tarde había transcurrido en una tonalidad grisácea, dentro de la casa de Gustavo había un pasillo largo y oscuro con una habitación que se encontraba bajando las pequeñas gradas de madera, estas muchas veces reflejaban una débil y amarillenta luz. El olor fétido retenía una gran parte de moscas y larvas. Habían  frascos con texturas extrañas, líquidos viscosos, y una que otra bolsa de plástico guindadas.

Victoria palideció un poco mientras Ana untaba la mantequilla en un pedazo de pan.

—¿Te ha sucedido algo? —dijo Ana. 
Victoria preocupada miró disimuladamente sus manos.
—Creo haberlo visto en la cafetería donde siempre me citaba con Rodrigo, pero en realidad no estoy segura.
— ¡Mmmm!… Ya veo —asintió Ana—. Pero dime ¿Rodrigo…? Sigues en planes de irte.
—Por ahora no tiene caso hablar de ello, ya lo arreglaré después. Te parece si mañana juntamos allí, ya sabes, ese lugar, la cafetería. No me vendría nada mal que me acompañaras uno que otro día a charlar.
Ana dejó el plato sobre la mesa y quiso abrazar a Victoria, pero se detuvo.

— Creo que se parece a él, ¿Verdad? No tienes que asumir esto sola, puedes quedarte a aquí si lo deseas.
— ¡Ah, no! —, sonrió  Victoria, intentando no soltar el llanto— ¡Qué va, como crees!… ¡No! ¡No se parece en nada!… —murmuró.
—Estabién. El señor Frontol es un hombre extraño,  es mejor que no te acerques a esa casa.
—¡Dejémoslo! —articuló Victoria levantándose bruscamente de la mesa.
—Bueno sabe…
—Tengo que irme Ana, ya es muy tarde, nos vemos mañana…
Victoria recogió sus cosas y salió sin decir más. Las calles estaban solitarias, el viento erizaba todo lo que estuviera en su paso. Pronto se detuvo a contemplar la casa del Gustavo Frontol. Le dolió la cabeza, y sintió nauses, y cuando creyó que se iba a tropezar, alguien le tocó el hombro y murmuró: 

—No la he visto por aquí. Es extraño verla tan de cerca—. 
Ella hundió los ojos e intentó burbujear un par de palabras, pero el silencio  sólo provocó llorar aún más.
—Ana tiene razón, te pareces a él. ¿Quién es usted?.
—Vamos Victoria, ¿Creías que desaparecería asi de facil?
Victoria, llena de ansiedad tomó el brazo del señor Frontol y aunque no sabía quién era, trataba de suponer que ciertas expresiones lo familiarizaba con su difunto prometido. Cuando llegaron hasta un lugar ya apartado, Victoria ya había perdido la razón. La muerte de Rodrigo, sus extensas charlas en la cafetería, el viaje que habían programado, y el inmenso amor que le tenía le provocaron un hondo abismo del el que se sentía atrapada. El señol Frontol trató de tomarla por la cintura mientras Victoria  dirigia la mirada a un solo extremo de la acera, luego sintió un fuerte golpe en la cabeza.
Cuando despertó, no sabía dónde se encontraba, sintió varios líquidos viscosos embarrados en su cuerpo, aterrada se dio cuenta de que era sangre, y cuando finalmente intentó incorporarse desfalleció. Fue entonces que se detuvo a observar en el lugar donde se encontraba, vio varios cuerpos en descomposición, algunos mutilados, sin piel, órganos, ojos. Estupefacta intentó gritar, pero al moverse se dio cuenta que tenía una pequeña abertura en la espalda. Empezó a tocarse el cuerpo con apremio; miro agitadamente por todos lados mientras se balanceaban varias, bolsas plásticas con texturas vertiginosas. Unas naúseas insoportables se le subieron por la garganta. 
Después solo silencio. 
El telefono de Victorio sonó 5 veces. 

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